Un ensayo sobre el cuidado de los otros (de nosotros)

Mi amiga Karina y yo decimos que somos conservadores de izquierda. Más allá de cierta voluntad escandalizadora, que alimenta la mayoría de las cosas que mi amiga Karina y yo decimos en nombre de los dos, no es menos cierto que hay detrás de esa definición una clase particular de abnegación, como una retirada de las luces de la ciudadela de la memoria épica, de los pergaminos incandescentes de la glorificación de la literatura bien concebida de ideas, de los recuadros en los cuadernitos de formación revolucionaria para salita de cuatro y preescolar. Cuando decimos eso, cuando se lo decimos a otros o cuando nos lo decimos entre nosotros dos – que son las más de las veces, por cierto-, es como si nos fuéramos al refugio de los patios interiores de la historia de la organización popular, a esa sombra en la que se cocinaron por años, y aun se cocinan, las historias pequeñas pero anudadas de las vidas vividas por cada nombre y apellido particular, por cada protagonista esencial de esa historia, la de su papá peronista delegado del vidrio y la de mi abuelo comunista aparador de zapatos. Lo que es conservador, claro está, es ese regreso, ese repliegue.

También cuando lo decimos parecemos sonar en armonía, sobre todo por estos días, con algunas formas del pensamiento práctico de un nuevo tipo de pragmatismo popular / administrativo, que también reconoce para sí las bondades eventuales de cierta dosis de conservadurismo. Lo conservador ha sido patrimonio imaginario de la derecha, qué duda cabe. En el diagrama opocicional transformación / conservación, está claro qué lugar le ha tocado a cada quien, a lo largo de la historia. Y no se trata de invertir ese diagrama, ni mucho menos.

Esas nuevas olas de la imaginería politicona de la novel generación gobernante, o de alguna de sus variantes, que han accedido a ocupar espacios de poder en los últimos tiempos, - en el estado, pero no solamente - han adoptado algunas de las formas discursivas tradicionales de las derechas, atentas a las cuestiones vinculadas con la gestión del poder y su conservación. En curso de esa empresa, no faltan quienes piensan, en algún tipo de clave medio superada, medio cancherona, que las virtudes de la gestión de derecha de una política de izquierda es una especie de garantía de oro, de puente celeste entre las eternas expectativas defraudadas de los desposeídos del mundo y “la administración de la cosa en sí”, esa sucia rutina de eso que se llama, ay, gobierno.

Como dice alguien a quien mi amiga Karina y yo le tenemos mucho aprecio, eso no tiene nada que ver con lo que estamos diciendo acá.

Lo conservador tiene que ver con alguna forma de respeto a las experiencias más minimamente vitalistas de la política, a los avatares microscópicos del hacer político innominado, silencioso, matero, a ese universo penumbroso, heroico de una forma muy especial, muy susurrada, a esa biografía candorosa de pequeñas virtudes paritarias, de triunfos “medio a cero” en alguna charlita siestera de comité, en alguna escaramuza menor de fábrica, de taller, de barrio. Lo conservador debe ser, pensamos mi amiga Karina y yo, esa reserva moral de la épica construida de a capítulos de una página, en pequeñas misceláneas microscópicas. En ese poder, en la memoria de esas memorias, reside la fuerza modesta de la gesta popular, la solidez de su proyecto, el éxito mediano.

La retórica de la ocupación, de la necesidad, de eso militar que tiene siempre la lucha por el poder, suele dejar en el camino las resonancias de esos relatos o, en el mejor de los casos, les construye un catálogo, un registro, un proyecto y les consigue financiamiento iternacional. La vanguardia, a su vez, los despoja de intensidad, los vuelve inmateriales, innecesarios, los subordina al tono habitualmente altisonante de la proclama y de la aventura, de la rigidez en los gestos del peligro, del rigor fragoroso del enfrentamiento. Ni una ni otra acceden a la temporalidad de la paciencia que una política vivida en clave de letanía necesita y, aún más, obliga.

No hay transformación sin elegía. Toda la fuerza, todo la subversión está en esas proezas módicas. La política y la organización popular se deben una estrategia de conservación de esos pesebres.